La técnica ha matado a la ética. Frente a cualquier asunto el ser humano no se pregunta más si es justo sino si funciona. No se lo pregunta más porque hoy, en nuestro mundo dominado en todos sus aspectos por la técnica, se da por descontado que lo que funciona es justo. Las ideas se transforman en instrumentos que son evaluados no por su significado sino por su modo de uso, por funcionalidad, por eficacia. Todo esto, tantas veces denunciado, es seguramente una de las consecuencias de la intromisión en todo ámbito de la existencia humana de la técnica. Pero sería un error creer que esto lo encontramos sólo en estas últimas décadas infectadas de computadoras y teléfonos celulares, pantallas de plasma e imágenes tridimensionales.
¿Qué otra cosa es la política sino la técnica aplicada a la acción transformadora de las relaciones sociales? Y ¿se piensa enserio que en el pasado lejano no se ha seguido esta misma lógica?¿Se piensa enserio que la tara política infesta sólo a la clase dirigente, hombres y mujeres hambrientos de poder, y no que todo el mundo está dispuesto a rebajar sus propios compromisos con la ética? Para cambiar la opinión que tenemos sobre esta consoladora certeza basta pensar la diferencia, a finales del ochocientos, en la interna del movimiento anárquico y ante la misma situación, entre el comportamiento de Errico Malatesta y el de Luigi Galleani. El primero era el más connotado exponente del llamado partido anarquista. El segundo era el más ardiente partidario de un anarquismo autónomo e informal.
Durante los disturbios por el pan en 1898, que luego llevaron a la masacre de Milano efectuada por el general Bava Beccaris, Malatesta fue arrestado en enero y procesado con otros estudiantes a finales de abril. En esa ocasión, su autodefensa, como ya había hecho en los procesos de Benevento en 1878 y de Roma en 1884, y como hará luego en el de Milano en 1921, fue como se puede apreciar, no provocativa, tratando de aclarar el “verdadero pensamiento” de los anarquistas y también intentando obtener una condena más corta para él y para sus compañeros acusados. Por esto, empezó afirmando su confianza en la justicia de la Corte, pasando luego a contrarrestar las acusaciones que se le adjudicaban de ser el “jefe de los anarquistas”, de perseguir la destrucción de la familia y de la sociedad, y de haber iniciado los disturbios por el pan.
En este sentido, en el mismo momento en el que él hablaba -el 28 de abril de 1898- la revuelta se mantenía en toda Italia, Malatesta aclara que en sus comicios había afirmado que “no asediando una casa y robando en un horno se puede resolver la cuestión social…el pan es caro, no porque Rudini [entonces presidente del Consejo] es un malhechor, sino por todo un complejo de causas sociales que no se pueden resolver sino mediante la organización de las masas”. Después, para aparecer bajo una luz edificante y de buen aire, agradeció a la acusación. “El PM me ha hecho el gran honor, un honor que si fuese cierto bastaría para darme los tres años de cárcel que me quiere dar, ha dicho que desde que he venido a Ancona han disminuido los homicidios, los robos y no se han tirado más bombas. Si esto fuera cierto, mándenme a la cárcel, me mandarían con una aureola de gloria”.
Pero ciertamente constituyó una “aureola de gloria” para Malatesta el cual defiende a los anarquistas también de la acusación de excitar al odio: “pregúntenle a esas madres de familia que nos venían a agradecer, cuando sus hijos se hacían anarquistas, dejaban de emborracharse, se hacían hijos más afectuosos y más asiduos trabajadores”. ¡Gente buena los anarquistas, donde llegan caen los robos y los atentados, los jóvenes desviados enderezan sus cabezas, moderan los excesos, honran al padre y a la madre, y van a trabajar!
Tal vez, persuadida con esas palabras, la Corte tomó su decisión. La sentencia fue extraordinariamente suave. Malatesta acabó con siete meses de prisión, en parte ya descontada, y los otros imputados con seis meses y con absolución.
Apenas cuatro años antes, en 1894, se había desarrollado en Génova el gran proceso contra Luigi Galleani, Eugenio Pellaco y 33 imputados, acusados de “asociación para delinquir”. Los arrestos comenzaron en diciembre de 1893, al inicio de enero de 1894 y el proceso se abrió en mayo en un clima lleno de tensión. Galleani considerado
el “jefe” de la asociación e interrogado primero, declaró fieramente ser un anarquista revolucionario, no creer en los medios legales y haber siempre hecho propaganda de sus ideas. Ex estudiante de jurisprudencia, por lo tanto conocedor de los procedimientos judiciales, así como gran orador, Galleani dominó el debate reivindicando su anarquismo («yo no estoy aquí simplemente para defender mi idea, idea que me ha hecho sentarme en el banquillo de los acusados como un criminal, me hago cargo de la condena que ustedes jueces burgueses pueden darle a mi persona y a mis compañeros”) y ejerció presión sobre el principal testigo del fiscal, el ex intendente de Génova, a tal punto que tuvo que ser mandado a silencio por el presidente de la Corte y del Ministerio público. Al final, frente a los repetidos intentos de silenciarlo, Galleani alzó la voz “no puedo menos que observar que esperaba todo esto: sabía que en vuestra calidad de jueces burgueses, no podían ni más ni menos de lo que hacen; preveía que el PM, el cual tiene miedo de la verdad, me iba a prohibir hablar porque sabía, en fin, que yo concluiría diciendo que aquí, donde me siento, él y los jueces debería sentarse, porque es la sociedad presente la que amerita de verdad el nombre de sociedad de malhechores, de la cual, conscientemente o no, ustedes forman parte”. El público presente explotó en una ovación y el Presidente de la Corte hizo desalojar la sala.
Galleani defendido por Pietro Gori, fue condenado a 3 años de cárcel, agravada por un sexto de segregación celular, más 2 años de vigilancia, Pellaco a 16 meses y los otros a penas menores. Descontados los 3 años de reclusión, Galleani fue enviado a arresto con el máximo de la pena: cinco años. Otro estilo, otra cuenta a pagar.
La declaración en el tribunal de Malatesta había funcionado, pero ¿era justa? La de Galleani estaba bien, pero ¿había funcionado? ¿Fue Malatesta un vivo? ¿Fue Galleani un tonto? ¿Fue Malatesta un cobarde? ¿Fue Galleani un valiente? Ni una cosa ni otra. Ambos hicieron en la sala del tribunal lo que siempre hicieron también afuera. El primero terminó subordinando sus ideas a la necesidad táctica del momento, como hace un político astuto. El segundo expresó sin pelos en la lengua su pensamiento, como hace el que es inmune a todo cálculo político. ¿Política o ética? Estamos seguros de que Errico Malatesta quedó satisfecho de cómo fueron las cosas. También estamos seguros de que lo quedó Galleani. No es una opción estratégica, sino una opción de vida.
Finimondo – Noviembre del 2013