El capitalismo no nació ayer. Las formas embrionarias que pudo adoptar se remontan a la antigüedad. Pero el capitalismo industrial propiamente dicho, nació bajo el padrinazgo del Estado centralizado, siguiendo la huella dejada por la burguesía en su emancipación de las trabas feudales, y hace su aparición en el curso de los últimos siglos. Así el capitalismo a podido convertirse, gracias a la potencia domesticadora que proporciona la industria, en el factor esencial de la transformación del mundo. Potencial sin paragón en la historia, e inconcebible sin la tecnología.
En el mundo al revés de la ideología, el capital es definido como acumulación de objetos y la tecnología como colección de instrumentos y procedimientos necesarios para emplearlos y modificar el medio. Desde esta óptica, la tecnología es asimilada a la técnica general, y ésta es incuestionablemente parte integrante del proceso de humanización. La idea misma de que la tecnología pueda participar en los procesos de explotación y de dominación propios de determinadas épocas de la historia, es desechada. Pero la tecnología no es un simple sistema de instrumentos tal como lo representa la ideología tecnicista. Es una de las formas de actividad en sociedad, una las formas que tienen los individuos de asociarse en unas condiciones concretas, las del sistema capitalista. Todas las sociedades humanas ponen a funcionar medios que corresponden a sus fines, no siempre muy nobles por otra parte, como demuestra la tan temprana aparición histórica de las armas de guerra. Pero con la tecnología, el capitalismo domina el sistema técnico global que le es propio, sin el cual, la acumulación desmesurada de mercancías y la subordinación general de los individuos que le son necesarias se vuelven imposibles. Esto explica por qué desde los albores de la industrialización, la tecnología constituye una de las armas de guerra privilegiadas para vencer las resistencias y revueltas de los condenados de la tierra.
La tecnología, no sólo participa de la reificación de la actividad humana circunscrita al mundo de la mercancía, sino que también le permite tomar cuerpo, invadir todas las esferas de la sociedad y reducir la vida misma al estatus de instrumento. El papel de la tec nología, lejos de ser accesorio, será desde ahora central. Es uno de los pilares de la dominación modernizada, una de las principales expresiones de su evolución general, cada vez más inestable, sacudida por crisis y catástrofes de todo tipo. La potencia que adquiere no depende de la mercancía en general. Tiende a volverse autónoma y moldear el mundo a su imagen, como demuestran los últimos avances en el campo de las biotecnologías. No hay esferas de la vida social que no lleven su impronta. La propia política, dominio en otro tiempo de la razón de Estado al estilo Maquiavelo, se asemeja hoy cada vez más a la pesadilla descrita por Saint-Simon, quien como buen tecnócrata, preveía el advenimiento de la “simple administración de las cosas” en lugar de “el gobierno de los hombres”
El ideal de la ideología tecnicista, está hecho a imagen de la cárcel cibernetizada, ese mundo artificial y cerrado, donde la naturaleza, escenario de evoluciones a la vez transitorias e imprevisibles, ha desaparecido; un mundo poblado por presos lobotomizados a los que ha arrebatado hasta el deseo de evasión. Una de las principales victorias de la tecnología, probablemente sea el haber logrado hacer de tal representación paralizante, una de las causas de subordinación de la masa de ciudadanos. En los Estados más industrializados está aceptado que los problemas sociales sean reducidos a la dimensión de problemas tecnológicos. Y por tanto que la tecnología aporte supuestas soluciones a los desastres que ella misma contribuye a crear. Ha logrado volverse indispensable.
Pero por otro lado, la tecnología no ha alcanzado el grado de automización y la ubicuidad ideal como para definir la sociedad moderna como “sociedad industrial”. En otras palabras, a pesar de los progresos de la alineación, es incapaz de realizar totalmente la tendencia de la mercancía a reificar el mundo. Tras la aparición del capitalismo industrial, las grandes etapas de la industrialización dependen de innovaciones tecnológicas mayor. Pero no son nunca simples resultados de estadios anteriores de su evolución, ni siquiera de la evolución general del sistema capitalista. Están marcadas tanto en su contenido como en su forma, por un buen número de factores, en particular por las resistencias, las revueltas, las revoluciones que se dan en el seno mismo del sistema y contra el, y que a veces aspiran incluso a su destrucción. Las épocas en las que la tecnología aparenta mayor autonomía son aquellas que suceden a periodos turbulentos que la dominación supero. Juega el papel de testamentaria de los límites de quienes la cuestionaban. En este sentido, la tecnología actual, a pesar de su enorme inercia, la recuperado las críticas incompletas de los años 70, críticas limitadas al rechazo de las formas más pesadas y centralizadas del sistema tecnológico, de fondo Taylorista, que dominaban divisiones en aquella época, y sus ilusiones sobre las virtudes de los sistemas tecnológicos descentralizados de bolsillo, siguiendo el lema “small si beautiful” (o lo que es mejor poco que nada).
De hecho, al igual que el capitalismo en general, la tecnología no puede funcionar de manera aislada. Está obligada, so pena de paralizarse, a lo que queda de humano en los individuos que vampiriza, mientras que intenta al mismo tiempos deshumanizarlos los máximo posible, tanto en el trabajo como fuera de él. De donde se deduce que la ambivalencia del sicurso y la incohencia de la gestión de los tecnócratas en todos los niveles de la jerarquía, desde los jefes de la oficina hasta los managers de las instituciones mundiales, para evitar la parálisis del sistema y asegurar su legitimidad. Pero sucede que el espíritu de iniciativa anhelado, sobrepasa el marco que le es asignado. Reducidos como nunca antes al papel poco envidiable de autómatas al sistema del servicio mundial, los individuos son a veces capaces de salirse de él, como demuestran los actos de rebelión desde Seattle. En realidad, la tecnología por si misma es incapaz de mantener el orden. La imposición en todos los ámbitos de la vida social, en particular la coerción ejercida por las instituciones del Estado, sigue siendo más indispensable que nunca. Potencia temible pero relativa, la tecnología no se ha convertido en el factor esencial, ni mucho menos exclusivo, para determinar la evolución general de la sociedad, borrar las contradicciones y unificarlas bajo la égida de la tecnocracia. Las ideas fijas de ésta y las necesidades particulares que suscita, se materializan cuando corresponden a las ideas fijas y necesidades de la sociedad. Cuando los delirios tecnológicos se alejan demasiado de ellas, cuando acaban siendo un obstáculo para el funcionamiento global del sistema, son devueltos a su lugar por el Estado, o incluso por las instituciones supranacionales que representan intereses más globales que los del Estado nacional. Da fe de esto la aventura nuclear del reactor reproductor rápido de surgeneración en Francia, donde tras años de encarnizamiento terapéutico, el consejo Europeo se negó a financiar el proyecto, produciéndose el descalabro final.
El capitalismo no se puede reducir a la tecnología, no más que el conjunto de medios de explotación y subordinación en los que se apoya. Las formas de dominación más sofisticadas, concentradas en los Estado que desempeñan el papel de centro del sistema mundial, se nutren y complementan, en la periferia, de formas de explotación y opresión a veces milenarias. Ya que el capitalismo adapta aquellas en las que se puede apoyar y rechaza las que no le sirven. Pero en la medida en que las tolera, acepta que parcialmente escapen a su control. Así, los tecnócratas uniformados que dirigen las actuales guerras “hightech” niegan y utilizan al mismo tiempo formas de guerra convencionales, incluso antediluvianas. Para el control de zonas clave del planeta, tienen que recurrir a tropas supletorias, incluidos jefes de clanes y de mafias, que actúan a su vez por su propia cuenta. Por todo esto, el concepto de “sociedad industrial”, presentado como universal, es en realidad una simplificación excesiva. No da cuenta de la complejidad del mundo. Reposa sobre la idea de la sustitución casi completa de “el gobierno de los hombres” por “la simple administración de las cosas”, así como sobre la idea de la unificación de la sociedad bajo la dirección del Estado tecnocratizado, reinando, en las metrópolis, sobre rebaños ciegos y descerebrados. Como si la tecnología fuese el vector descubierto al fin por la dominación para que la utopía del capitalismo, la reificación integral del mundo, se vuelva posible,
La tendencia al control centralizado del mundo sin duda ha progresado a lo largo de los últimos decenios, como demuestra el retroceso de las prerrogativas de los Estados tradicionales y el papel cada vez mas importante de instituciones situadas por encima de ellos en la organización del orden mundial. Pero no esmenos cierto que los gestores de la dominación están ellos mismos alienados y divididos y que las consecuencias de sus actos; incluso cuando dejan a un lado sus conflictos de intereses, crean en ocasiones situaciones difíciles de controlar, o incluso incontrolables, pues dependen de factores y contr ciones imprevisibles y que escapan a su control.
Por tanto, son incapaces de ejercer el dominio absoluto al que aspiran. En el fondo, los adversarios “sociedad industrial” confunden la terrible imagen de la realidad que la dominación modernizada ofrece de sí misma y del conjunto de la humanidad con la realidad. De ahí su tendencia a retirarse a su propio universo cerrado para intentar escapar de aquello que les aflige.
Una de las principales acusaciones dirigidas contra la tecnología por los adversarios de la “sociedad industrial”, es la de haber transformado la naturaleza, el mundo increado por la humanidad, en caos artificial. Pero, lejos de pretender lo contrario del culto a lo artificial y al caos, formas privilegiadas de la ideología moderna; la representación de la naturaleza como dominio del orden es muestra de su visión antropomorfista, que les ha precedido en la historia. El propio Estado centralizado, hijo de la Revolución, acabó con el reinado de la aristocracia y la iglesia en nombre de pretendida leyes naturales, réplicas secularizadas de las de Dios.
Hoy día, los más cínicos managers de la dominación creen que el orden puede resurgir del reconocimiento y de la gestión del caos. Pero hay hombres de Estado, ecologistas, e incluso ecofascistas, que recogen y adaptan la idea de ley natural como ideología del mantenimiento del orden, amenazado a sus ojos por el mismo caos. Idea peligrosa pero tranquilizadora para los adversarios de la “sociedad industrial” que rechazan el nihilismo reinante. Los pretendidos valores naturales son, a primera vista, fundados. También sólidos, pues al estar basados en la supuesta estabilidad de la naturaleza, parecen proteger a los individuos contra la inestabilidad creada por las mutaciones aceleradas y destructivas del capital, e incluso como algo capaz de volver a dar sentido a sus vidas. Encuentran en tales valores-refugio la fuerza aparente que les falta, en la medida en que ya no hablan en su propio nombre, sino en nombre de la totalidad universal con la que comulgan de forma imaginaria. Desempeñan el papel de referentes privilegiados a partir de los cuales la reanudación de la crítica sobre bases renovadas parece posible.
En efecto, los humanos son hijos de un mundo no humano, que es parte integrante de su humanidad.
La total emancipación humana de la naturaleza es la muestra del delirio tecnológico. Pero la actividad humana no es nunca la simple imitación de algún modelo encontrado fuera de sí misma. No se contenta con alterar el medio que le rodea y permanecer en el mismo estado. Los humanos modifican su mundo y modifican, al mismo tiempo, su propio ser. Sus modos de transformación de la naturaleza son también modos de coexistencia. Son parte integrante de las relaciones sociales que establecen. En otras palabras, sus actividades, sus relaciones, sus sensaciones, sus representaciones, sus gestos, sus plabras, etcetera, son ya mediaciones, incluso cuando no las dominan. En la trasformación del mundo nada está decidido de antemano. Las contradicciones son inevitables, y por tanto, las mediaciones pueden escapar al control de los seres humanos.
La noción de inmediatez, la apología de las pretendidas relaciones no mediatizadas que los humanos tejieron antiguamente entre ellos y con el resto de la naturaleza no cambia nada. Ni el llamamiento a la vuelta a valores naturalistas abstractos, tan apreciados por los adversarios de la “sociedad industrial”, ni la tentativa de naturalizar la cuestión social, permitirán resolver los problemas concretos que conlleva la alienación moderna.
La preponderancia de la ideología naturalista es tal, que los adversarios de la “sociedad industrial” utilizan el sello Naturaleza para caracterizar las actividades preindustriales. Como consecuencia, la historia del mundo resultante es, cuando menos, idealizada. A partir del Neolítico, la base de la libertad humana seria la actividad agrícola, con sustancial a la humanización de la naturaleza. Más tarde, la obra civilizadora fue interrumpida por el advenimiento del reino de lo artificial. En pocas palabras, los humanos fueron expulsados del jardín del Edén y comienza su vagar por la Tierra. Difícilmente se puede imaginar, partiendo de tales visiones bucólicas, porque los beldes más consecuentes de las épocas pre industriales no sólo estigmatizaban instituciones como la Iglesia y el Estado, sino también los aspectos sombríos de las comunidades donde nacieron, tanto en las ciudades como en el campo, que ahogaban los gérmenes de la libertad, la jerarquía patriarcal en primer lugar
La ideología del progreso niega que los seres humanos, hayan podido gozar de libertad desde hace mucho tiempo, pues la asimila a la libertad formal del ciudadano, aparentemente liberada de determinaciones naturales y sociales. Pero las tendencias liberticidas y domesticadoras hacia la naturaleza aparecen muy pronto en la historia. Hay una continuidad en la alienación. Las alienaciones de ayer engendran en parte las de hoy. En particular el culto a lo sagrado. Los antiguos adoraban dioses y misticismos milenarios, anteriores incluso al monoteísmo, que prepararon a los modernos para adorar las cosas. Entre el fatalismo religioso y el determinismo científico, hay más que analogías formales. Lo sagrado, no solo es parte integrante de la genealogía de la sociedad capitalista, sino que continúa, transformado por ella y amalgamado con el cientificismo, envenenando la atmósfera, incluso en países tan modernizados como los Estados Unidos.
La visión naturalista de la historia, es tan poco crítica con la sociedad actual, que esconde importantes concesiones a la ideología tecnicista. En efecto, ésta define al ser humano como un animal fabricante de instrumentos y segmenta la historia en función del tipo de útiles utilizados sin atender al resto. Considera la técnica como el factor último que da sentido a la historia. El concepto de civilización campesina reposa sobre algo análogo: los modos e instrumentos de trabajo adaptados a la agricultura parcelaria, adoptados por las comunidades más diversas, casi no han cambiado en milenios y constituyen la base a partir de la cual la alineación puede ser combatida. En el mismo orden de ideas, la antropología multiplica los conceptos de civilización artesanal, pastoril, etc. Con algo de razón, pues todas esas actividades han tenido la misma importancia y han durado tanto tiempo como la cultura parcelaria del sol. Sin embargo, en sí mismas, fuera del conjunto de condiciones particulares que contribuyen a otorgarle uno u otro sentido a esos modos o instrumentos de trabajo, no significan nada. Creadas a la escala del individuo o de grupos minúsculos, no son sinónimos a priori de autonomía. Por ejemplo, cuando las comunidades están ya organizadas de manera jerárquica, generalmente patriarcal, cuando reducen la individualidad de sus miembros, a excepción de la del jefe, incluso negándola, con el pretexto de la protección y transmisión del saber; los instrumentos en cuestión no expresan nada más que la falta de libertad. Utilizados en masa de manera centralizada, bajo el centro del Estado, pueden perfectamente constituir el armazón de sistemas técnicos destructores de la tierra y de los hombres, como prueba el despotismo en Oriente, constructor desde hace milenios de obras de irrigación y fortificación sin las que la cultura parcelaria del sol no hubiese podido existir en regiones poco propicias para la agricultura.
La interpretación idealizada de las sociedades agrarias y artesanales, asociada al reconocimiento del fracaso de la comunidad de clase explica la importancia desmesurada de las tentativas comunitarias de hoy día. Al menos de las que responden a la idea reduccionista de la desposesión criticada en este texto. Algunos adversarios de la “sociedad industrial” las consideran aun vías de paso necesarias para empezar a desbloquear la situación, o incluso como las bases sobre las que replegarse en espera de tiempos mejores.
En pocas palabras, su idealización va por buen camino mientras aquellos que las preconizan se mantengan obnubilados por la vertiente técnica de su propia actividad. Como prueba la escasa crítica de la totalidad de alienaciones modernas y la preponderancia del discurso de la reapropiación de los saberes de ayer y de hoy. Reapropiación que es asimilada a veces a reapropiación de la vida, !aun cuando no existen las condiciones mínimas para el ejercicio de la libertad¡ La historia reciente de la cuestión comunitaria, de los años 70 y 80, rebela sin embargo los límites de tales tentativas, cuando en el reflujo general pretendieron jugar el papel de salas de espera para una reanudación revolucionaria cada vez más problemática y encontrar soluciones técnicas a los problemas sociales sin resolver. El rechazo del gigantismo en el terreno de la industria y del urbanismo, la búsqueda, la reanudación, la creación misma de instrumentos y modos de trabajo a la medida de las comunidades no ha impedido que éstas reproduzcan en su seno los defectos, actitudes, roles y formas de jerarquía que supuestamente rechazaban. No más que el mercantilismo. “Small is not allways beautiful”. Esa fue la divisa de las más radicales de ellas al intentar ensanchar su horizonte.
Hace tiempo que se superó la época de los artífices de las experiencias doctrinales, cargadas sobre la espalda de la sociedad. La experimentación de otras formas de vivir, de manera individual y colectiva, y de trasformar la naturaleza, quedan no obstante como uno de los componentes del rechazo a la supervivencia, a condición de que los roles in compatibles con la libertad de los asociados no tengan el camino libre y que no sean cargadas de más sentido del que pueden contener. El descubrimiento, la selección, y la combinación de procedimientos de ayer y de hoy no son desdeñables para combatir la desposesión. Pero son todavía, en parte, paliativos y no se darían bajo unas circunstancias diferentes. No son las armas que permiten avanzar en la resolución de la cuestión social. Ésta pasa actualmente por la constitución de fuerzas susceptibles de replantear la totalidad del mundo que nos destruye.
La omnipresencia de la ideología técnica es tal que envenena incluso aquellos que la rechazan con horror. A fuerza de hacer de ella su demonio particular, han terminado volviendo a la jaula impuesta, sin ver que semejante ideología cierra su horizonte. Aceptan como expresión de la realidad el axioma según el cual los problemas sociales no son, esencialmente, más que problemas técnicos, o más aún, problemas ligados a la dominación presentada como integral, o casi, de la tecnología.
La noción de “sociedad industrial” no expresa otra cosa. No sorprende que la ideología técnica, expulsada por la puerta vuelva a colarse por la ventana tras haber hecho algunos prestamos al naturalismo y a las imágenes del Épinal bajo la forma de búsqueda de trucos y astucias técnicas susceptibles de faborecer la autonomía de los individuos: la vuelta a la tracción animal como vía obligatoria para la conquista de la libertad, entre otros hallazgos.
La artificialización de la vida mediatizada por la tecnología es la bestia negra de los “adversarios de la sociedad industrial”, pues para ellos constituye la piedra angular de la alienación moderna, y por tanto la causa esencial de las sucesivas derrotas de las tentativas de subversión en las metrópolis y el factor central que impide su continuación. Posición cuando menos reduccionista, que no toma en consideración la multiplicidad de factores que llevaron a eso. En primer lugar la modernización del Estado que convertido en Estado-providencia, aseguro durante décadas la protección relativa del ciudadano, al precio de la pérdida de autonomía y de la atomización creciente de los propios trabajadores asalariados, y que aceleró la integración y descomposición de su comunidad de clase. El curso obligatorio que siguieron los valores anquilosados de ésta se han desplomado desde los años 70, pero, con algunos años de intervalo, lo mismo a ocurrido con las comunidades “alternativas”.Una vez lanzadas al mercado de la ideología perdieron su olor a azufre y aparecieron como de modernización de la sociedad, mediante el reciclaje de valores culturales de masa que ellas mismas contribuyeron a crear. Los adversarios de la “sociedad industrial” critican duramente los límites de los proyectos de emancipación proletaria, en particular la tendencia a reducir la revolución a la expropiación de los expropiadores y a la entrega del sistema técnico a los proletarios asociados. Por contra, guardan silencio acerca de los impasses que significaron los proyectos parciales “alternativos” de los últimos 30 años, que desbordan la cuestión de saber si el Estado ha reconocido las comunidades mas viables. Dichos proyectos “alternativos” opusieron el espíritu de separación y especialización en tal o cual ámbito de la lucha, a imagen del mundo de alienaciones fragmentadas contra el que protestaban -desde la jerarquía de sexos a la de especies- al universalismo vacío de la política de la época. Ésta es la causa principal del descalabro de las tentativas de superar el campo de la política y de ampliar el terreno de la lucha.
La institucionalización llegó después, pero no fue más que la consecuencia.
En condiciones cada vez más desfavorables, los adversaros de la “sociedad industrial” se enfrenta al mismo dilema. Cuanto más intentan hacer de la lucha contra la tecnología el eje de la oposición al mundo de la alienación modernizada, más restringen el terreno potencial de la lucha. En el fondo, su escala de valores están jerárquica como la defendida por las ideologías clasistas, hostiles a las formas de subversión que superaron, en los 70 y 80, su limitada concepción. Su visión cercada del mundo, que imaginan universal, les lleva a hacer del terreno que eligen el único posible, al menos en las metrópolis y a negar en principio los otros, considerados insustanciales, incluso totalmente controlados y por tanto reservados a los suplentes ciudadanistas del Estado. De hai la indiferencia, a veces incluso hostilidad latente, hacia las fracciones radicales que, a la espalda de las grandes misas mundialistas en Seattle y otras partes, hicieron oír su voz. Voces discordantes y dispersas, sin duda, pero la cuestión de saber qué piensan, qué quieren etcétera, ni siquiera es planteada. Basta con identificarlas como tendencias activistas sin teoría y zanjar el asunto. Partisanos de la constitución de la oposición “anti-industrial” alguna vez afirman incluso que en las megalópolis, los individuos arrancados de sus relaciones con la naturaleza son mutilados hasta el punto de estar con denados a la errancia. Así, la posibilidad de que puedan surgir combates de importancia en el seno del sistema y contra él, queda descartada. A la oposición no le queda más que encontrar sus marcas en una vuelta ilusoria a los valores de antaño, y a intentar resistir, en la periferia de las megalópolis, a partir de los últimos reductos que escapan todavía, al parecer, a la desposesión total.
En las metrópolis, las fuerzas que se plantean hoy en día una perspectiva de cuestionamiento de la dominación son muy débiles y dispersas, a veces confusas, y no pueden contar más que con ellas mismas. De ahí la impresión tan desagradable de estar suspendido en el vacío. Pero ningún proyecto minimalista de supervivencia de la especie o de huida del mundo, proyecto de sustitución ilusoria del viejo programa de la toma del poder del Estado, puede acabar con la sensación de estar aislado, desarraigado y privado de referencias en la naturaleza y en la historia. La experiencia demuestra que tales proyectos sólo favorecen los. encuentros ilusorios y sin continuidad. La confrontación con el mundo sigue siendo la única vía para el individuo o grupos de individuos rebeldes para no hundirse en el solipsismo, perfecta manifestación de la atomización y de la perdida de sentido de la realidad que caracterizan la época. Nuestras debilidades reales no pueden ser justificaciones para dejar para el día del juicio final los objetivos y medios que nos son propios. Sin dejarnos llevar por la moda del activismo, claro está, pero sin limitar tampoco a priori nuestro campo de actividad en la teoría y en práctica. Evitemos tomar nuestros propios límites por límites del mundo.
André Drean
Tomado de revista Negación